Muchas personas están
predestinadas a echar raíces en un sitio y a seguir lo que se supone que es el
orden lógico de las cosas. Pongamos por caso a una persona que nace en una
ciudad, allí crece, se desarrolla, se casa con su amor del instituto, se
reproduce cual hojas de helecho en una maceta y encuentra un trabajo en un
radio de treinta kilómetros de su domicilio. Oh sorpresa, yo no soy ese tipo de
persona. De hecho, ya desde muy jovencita esa era la peor de mis pesadillas.
Con catorce años, una niña tímida y miedosa descubrió que había un mundo más
allá del horizonte que divisaba desde su hamaca en la playa. A partir de ahí,
mis ansias de conocer, experimentar y vivir al máximo, lejos de disiparse,
aumentaron con el paso de los años. ¿Cómo iba yo a quedarme aquí para siempre?
¿Cómo iba a conocer sólo a un chico en mi vida? ¿De verdad iba a estar trabajando
en la misma empresa hasta mi jubilación? De eso, nada – me repetía. De hecho,
siempre pensé que mi futuro estaría fuera de mi lugar de origen. Pero no pensaba que las cosas fueran a ser tan complicadas...
Esas
ganas insaciables de cambiar de escenario cada dos por tres, me han dado
grandes momentos de felicidad y una satisfacción personal que no hubiera
hallado dentro de los muros de esta ciudad. Para los que hemos sido, o somos,
de culo inquieto, la vida no es como una novela, donde, a pesar de existir
capítulos, la historia sigue una continuidad. En nuestro caso, ese libro
alberga una colección de pasajes (cuentos para no dormir en algún caso) donde
cada uno es distinto y, a veces, no guardan ninguna relación con la historieta
anterior. No te aburres, esa es la verdad. Pero a cada historia que termina te
sientes más cansado porque vuelves, como en el parchís, a la casilla de salida.
Salir
de casa en busca de trabajo, estudios, vivir la vida, etc. proporciona, como
digo, un valioso bagaje profesional y personal. Sin embargo, todo tiene un
precio. Coger la maleta implica, en primer lugar, dejar tu casa. No, más que
eso. Dejar tu hogar. Para mí, mi casa es mi templo y cambiarlo por vete-tu-a-saber-lo-que-te-va-a-tocar,
no es fácil. Dejar a tu familia y amigos. Se les echa mucho de menos. Cuando todo va bien allá afuera,
vale. Pero cuando te sientes mal, aunque sea por una simple gripe, te das
cuenta de lo solo que estás. Si además, allá donde vas, hablan un idioma
diferente a tu lengua materna, entonces la cosa se complica exponencialmente. Y
si encima te enamoras, entonces, y sólo entonces, sabrás con toda seguridad que
acabarás sufriendo. Pero mientras tanto, toda la pena que tengas pasa a un
segundo plano. Estando enamorado ya no te parece tan cutre donde vives (aunque
haya un baño para cinco), el trabajo no te pesa, el idioma te entusiasma de
repente y, sigues echando de menos a tu gente, pero esta vez por no poder
compartir con ellos la alegría que sientes. ¿Qué voy a contar yo del amor, que
no haya cantado ya Raphael? Pues eso. Todo es multicolor. Hasta que deja de
serlo. ¿Y cuándo ocurre eso? En el mismo momento en que las dos personas bajan
a la tierra, apartan un poco de su visión la nube repleta de pasión y frenesí,
y se dan cuenta de que la relación tiene fecha de caducidad. Pero, no aquella
que pone en los paquetes de ciertos alimentos a la que nadie hace caso
pensando: “bah, esto no caduca, lo ponen para que compres otro”. No. Es una
fecha de caducidad real como la de la nata líquida.
Pero
los enamorados no quieren admitir que aquella bonita historia tocará su fin en
el momento en que la persona de fuera haga su maleta y se marche por el mismo
camino por el que llegó. No ven el peligro. En vez de la fecha de caducidad ellos
ven un “consumir preferentemente”. Se rompen el coco buscando mil soluciones
posibles para no tener que separarse, pero no son conscientes del sacrificio y
el dolor que puede implicar. Cuando lo que habías ido a hacer a tierras
extrañas se acaba, lo normal es volverse a casa. A menos que encuentres un
trabajo y puedas mantenerte a flote y continuar con tu historia. O que uno de
los dos se pueda permitir mantener a su amado/a y entonces la cosa puede
alargarse. Y digo alargarse y no solucionarse. No todo el mundo está hecho para
vivir a costa de otra persona, por un tiempo quizás sí, pero si pasados unos
meses sigue sin poder aportar nada, puede llegar a sentirse inútil, y la idea
de que en su pueblo tendría más oportunidades le rondará por la cabeza incluso
hasta convertirse en una obsesión.
Llegados
a este punto sin retorno, la parejita debe decidir si dejarlo o si esperar a
ver qué pasa. La simple idea de prescindir el uno del otro hace que se les
encoja el corazón, de modo que la descartan. Craso error. Si no hay expectativas
de volverse a ver en un tiempo prudencial, en el momento preciso de la
despedida acaba el paraíso y comienza el infierno. Así es. Una relación a
distancia es como poner en un marco una foto de una deliciosa tarta de
chocolate estando a dieta: la miras, la remiras, te encanta, hablas con ella,
sueñas con tenerla delante algún día, le cuentas tus penas, tus alegrías,
incluso puedes lamer el cristal… pero no podrás olerla, saborearla, no te hará
disfrutar ni sonreír, ni siquiera aunque llegues a comer un trocito será
suficiente, porque lo que tú quieres es la tarta entera y no te vas a conformar
con menos. Tampoco en una relación a distancia te conformas con menos. Quieres
a esa persona y la quieres día a día a tu lado, no verla una vez cada dos
meses. Dicha situación provoca un continuo estado de frustración que te va
quemando poco a poco. Las peleas y discusiones se multiplican, sobre todo
porque la comunicación no es cara a cara. A través de un chat o de un teléfono
no ves la cara de la otra persona, o el tono en que se expresa, y se pueden
malinterpretar los mensajes muy fácilmente. Permanece lo peor de una pareja: los
celos, la desconfianza, la falta de empatía o de tacto, el egoísmo o el mal
genio, todo ello sumado a la distancia que los separa. Así que las paces
tampoco se sellan con un abrazo o con un beso, sino con unas palabras de cariño
seguidas, como mucho, de una carita sonriente. Es la sensación de estar con
alguien, de serle fiel, de hablar cada día, de hacer planes de futuro, pero al
mismo tiempo te sientes solo y vives con la incertidumbre de saber si algún día
lo que anhelas se hará realidad.
Continuará…
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