sábado, 4 de abril de 2015

Amor de lejos, amor de cangrejos (Parte II )

Más de dos meses han tenido que pasar para reunir el valor y las ganas de escribir este post. Tenía la esperanza de poder ilustrar una historia positiva, donde triunfara el amor y las perdices fueran el plato del día. Ya me gustaría, pero la respuesta es no. Que no se hace realidad lo que esperas. Conforme va pasando el tiempo, los problemas en la relación de pareja a distancia, lejos de solventarse, se agravan. Cada día que pasa es peor que el anterior. Los mensajes se malinterpretan cada vez con más frecuencia. Donde uno pone “buenas noches”, el otro interpreta que pasa de escribir más. Si uno no escribe en dos horas, el otro piensa que está pasando de él. Cada conversación vía Skype se convierte en un tribunal donde no sólo hay que contestar adecuadamente a cada pregunta formulada, sino que la expresión de la cara y el tono de voz juegan un papel primordial para no ofender al que está al otro lado de la pantalla. No es una cuestión de que ambos estén distintos o que ya no se quieran. Es que los dos se sienten agotados por el desgaste que supone no tener cerca a la persona querida y no ver la luz al final del túnel.  

Ambos se resignan a tirar la toalla, pero saben que en algún momento deben hacerlo. Da pavor tomar la decisión de rendirse ante la inviabilidad de la relación. Finalmente, uno de los dos se arma de coraje y da el paso. Los dos rompen de dolor y de rabia, por no haber sabido hacer llegar a buen puerto ese crucero del amor en el que embarcaron con toda la ilusión del mundo y que, lamentablemente, no llegará a su destino. Hay amor, ternura, complicidad, pasión… todo lo necesario para que una relación funcione. Pero si no se está piel con piel, todo eso acaba por desvanecerse.

Y en ese momento, aparecen las duras consecuencias. Generalmente, la persona que no ha tomado la decisión de abandonar la cruzada amorosa, no asume que la historia ha terminado y se resiste usando sus armas. Utiliza el chantaje emocional para hacer ver a la otra persona lo equivocada que está y que debe esperar a que la solución llegue. Una técnica muy utilizada es enviar fotos donde los dos salen felices. Quizás de algunas vacaciones (aunque seguramente cinco minutos antes de hacer la foto estaban teniendo una bronca. Pero eso se olvida…), o alguna fecha señalada tipo San Valentín o un cumpleaños. Otra puede ser la de presentarse de manera espontánea en la casa del otro para demostrar cuánto le importa. El efecto de este recurso dura aproximadamente 24 horas. Lo justo para desatar la euforia inicial por verse después de equis tiempo, y darse cuenta de que en breve se volverán a separar, devolviendo la tristeza y sensación de injusticia a sus vidas. Ya no es una cuestión de dinero ni de tiempo. Puedes pasarte todo un año viajando todos los meses para encontrarte con tu pareja, pero cuando llegas a casa tu soledad te está esperando. Y no tiene ni el detalle de hacerlo con la cena hecha.

Pues bien, cuando la separación ya es una realidad, nos enfrentamos a otro hecho traumático: la pérdida del contacto. Dos personas que viven en ciudades o incluso países distintos no se encontrarán por la calle para tomar un café, ni quedarán para charlar de forma casual o abrazarse para desahogarse. Por tanto, si se corta el hilo de comunicación que les une, todo se acaba. No más mensajes de chat, ni llamadas, ni videoconferencias. Es curioso el uso del término separación porque, en realidad, ya estaban separados. Pero gracias a la tecnología y con mucha, pero mucha voluntad, se mantiene la ilusión de compartir tu vida con una persona que te demuestra que te quiere a pesar de los kilómetros que os separan. Es por ello que, de un día para otro, no saber nada de la que hasta ese instante era tu pareja, es inconcebible. Así que siguen hablando, mensajeándose, se consuelan, se dicen que se echan de menos… vamos, que hacen lo  mismo que el día anterior, sólo que ya “oficialmente” no están juntos. ¿Pero qué juntos? ¡Si lleváis meses separados! Esto que parece surrealista es real como el agua de los charcos. A partir de ese momento de ya no estar, pero seguir hablando, el desasosiego se puede convertir en una obsesión más grande que la distancia en sí. La razón es que cada uno ya puede hacer su vida, el otro no lo ve y la desconfianza se convierte en reina. No hay que dar explicaciones, pero se piden. No se quiere saber, pero se pregunta. No se espera, pero se exige. Es un juego muy peligroso en el que uno se atormenta pensando en lo que estará haciendo el otro y el interrogado, que igual no sale de su casa ni para dar un recado, es acusado de pasar de todo porque se intuye que tiene otros asuntos (por no decir una tercera persona). La presión puede ser tan fuerte que acaba creándose incluso un sentimiento de culpabilidad simplemente por tratar de sentirte bien otra vez, después de ver como tus planes se desmoronan. Muy bonito todo.

¿Solución? No se puede decir que es poner tierra de por medio porque eso ya existía. Pero cortar la comunicación por un tiempo es fundamental para que ambos asuman la nueva situación y, si así lo estiman conveniente, rehacer sus vidas cómo y con quien mejor les plazca. Mi amplia experiencia en el terreno de las relaciones a distancia me dice que no hay que forzar las cosas y que, si las circunstancias cambian, se podrá volver a plantear el volver a estar juntos, siempre y cuando sea factible y haya aún sentimiento verdadero. Lo demás es perder el tiempo.

Hoy la vida te enseña que si vas a pasar una temporada fuera, no te traigas una relación a distancia como souvenir. Mejor tráete el recuerdo de una bonita historia. O si no, un imán para la nevera.

lunes, 26 de enero de 2015

Amor de lejos, amor de cangrejos ( Parte I )

Muchas personas están predestinadas a echar raíces en un sitio y a seguir lo que se supone que es el orden lógico de las cosas. Pongamos por caso a una persona que nace en una ciudad, allí crece, se desarrolla, se casa con su amor del instituto, se reproduce cual hojas de helecho en una maceta y encuentra un trabajo en un radio de treinta kilómetros de su domicilio. Oh sorpresa, yo no soy ese tipo de persona. De hecho, ya desde muy jovencita esa era la peor de mis pesadillas. Con catorce años, una niña tímida y miedosa descubrió que había un mundo más allá del horizonte que divisaba desde su hamaca en la playa. A partir de ahí, mis ansias de conocer, experimentar y vivir al máximo, lejos de disiparse, aumentaron con el paso de los años. ¿Cómo iba yo a quedarme aquí para siempre? ¿Cómo iba a conocer sólo a un chico en mi vida? ¿De verdad iba a estar trabajando en la misma empresa hasta mi jubilación? De eso, nada – me repetía. De hecho, siempre pensé que mi futuro estaría fuera de mi lugar de origen. Pero no pensaba que las cosas fueran a ser tan complicadas...

Esas ganas insaciables de cambiar de escenario cada dos por tres, me han dado grandes momentos de felicidad y una satisfacción personal que no hubiera hallado dentro de los muros de esta ciudad. Para los que hemos sido, o somos, de culo inquieto, la vida no es como una novela, donde, a pesar de existir capítulos, la historia sigue una continuidad. En nuestro caso, ese libro alberga una colección de pasajes (cuentos para no dormir en algún caso) donde cada uno es distinto y, a veces, no guardan ninguna relación con la historieta anterior. No te aburres, esa es la verdad. Pero a cada historia que termina te sientes más cansado porque vuelves, como en el parchís, a la casilla de salida.

Salir de casa en busca de trabajo, estudios, vivir la vida, etc. proporciona, como digo, un valioso bagaje profesional y personal. Sin embargo, todo tiene un precio. Coger la maleta implica, en primer lugar, dejar tu casa. No, más que eso. Dejar tu hogar. Para mí, mi casa es mi templo y cambiarlo por vete-tu-a-saber-lo-que-te-va-a-tocar, no es fácil. Dejar a tu familia y amigos. Se les echa mucho de menos. Cuando todo va bien allá afuera, vale. Pero cuando te sientes mal, aunque sea por una simple gripe, te das cuenta de lo solo que estás. Si además, allá donde vas, hablan un idioma diferente a tu lengua materna, entonces la cosa se complica exponencialmente. Y si encima te enamoras, entonces, y sólo entonces, sabrás con toda seguridad que acabarás sufriendo. Pero mientras tanto, toda la pena que tengas pasa a un segundo plano. Estando enamorado ya no te parece tan cutre donde vives (aunque haya un baño para cinco), el trabajo no te pesa, el idioma te entusiasma de repente y, sigues echando de menos a tu gente, pero esta vez por no poder compartir con ellos la alegría que sientes. ¿Qué voy a contar yo del amor, que no haya cantado ya Raphael? Pues eso. Todo es multicolor. Hasta que deja de serlo. ¿Y cuándo ocurre eso? En el mismo momento en que las dos personas bajan a la tierra, apartan un poco de su visión la nube repleta de pasión y frenesí, y se dan cuenta de que la relación tiene fecha de caducidad. Pero, no aquella que pone en los paquetes de ciertos alimentos a la que nadie hace caso pensando: “bah, esto no caduca, lo ponen para que compres otro”. No. Es una fecha de caducidad real como la de la nata líquida.

Pero los enamorados no quieren admitir que aquella bonita historia tocará su fin en el momento en que la persona de fuera haga su maleta y se marche por el mismo camino por el que llegó. No ven el peligro. En vez de la fecha de caducidad ellos ven un “consumir preferentemente”. Se rompen el coco buscando mil soluciones posibles para no tener que separarse, pero no son conscientes del sacrificio y el dolor que puede implicar. Cuando lo que habías ido a hacer a tierras extrañas se acaba, lo normal es volverse a casa. A menos que encuentres un trabajo y puedas mantenerte a flote y continuar con tu historia. O que uno de los dos se pueda permitir mantener a su amado/a y entonces la cosa puede alargarse. Y digo alargarse y no solucionarse. No todo el mundo está hecho para vivir a costa de otra persona, por un tiempo quizás sí, pero si pasados unos meses sigue sin poder aportar nada, puede llegar a sentirse inútil, y la idea de que en su pueblo tendría más oportunidades le rondará por la cabeza incluso hasta convertirse en una obsesión.

Llegados a este punto sin retorno, la parejita debe decidir si dejarlo o si esperar a ver qué pasa. La simple idea de prescindir el uno del otro hace que se les encoja el corazón, de modo que la descartan. Craso error. Si no hay expectativas de volverse a ver en un tiempo prudencial, en el momento preciso de la despedida acaba el paraíso y comienza el infierno. Así es. Una relación a distancia es como poner en un marco una foto de una deliciosa tarta de chocolate estando a dieta: la miras, la remiras, te encanta, hablas con ella, sueñas con tenerla delante algún día, le cuentas tus penas, tus alegrías, incluso puedes lamer el cristal… pero no podrás olerla, saborearla, no te hará disfrutar ni sonreír, ni siquiera aunque llegues a comer un trocito será suficiente, porque lo que tú quieres es la tarta entera y no te vas a conformar con menos. Tampoco en una relación a distancia te conformas con menos. Quieres a esa persona y la quieres día a día a tu lado, no verla una vez cada dos meses. Dicha situación provoca un continuo estado de frustración que te va quemando poco a poco. Las peleas y discusiones se multiplican, sobre todo porque la comunicación no es cara a cara. A través de un chat o de un teléfono no ves la cara de la otra persona, o el tono en que se expresa, y se pueden malinterpretar los mensajes muy fácilmente. Permanece lo peor de una pareja: los celos, la desconfianza, la falta de empatía o de tacto, el egoísmo o el mal genio, todo ello sumado a la distancia que los separa. Así que las paces tampoco se sellan con un abrazo o con un beso, sino con unas palabras de cariño seguidas, como mucho, de una carita sonriente. Es la sensación de estar con alguien, de serle fiel, de hablar cada día, de hacer planes de futuro, pero al mismo tiempo te sientes solo y vives con la incertidumbre de saber si algún día lo que anhelas se hará realidad.


Continuará…